A la cantina de un pueblo
llegaba todas las noches un muchachito. Casi no hablaba. Se quedaba por ahí
jugando con unas piedritas de colores que siempre llevaba con él. Decían que
venía de un pueblo cercano, y que le costaba entender hasta las cosas más
fáciles. Cuando la cantina se llenaba, los clientes le hacían muchas bromas.
Era la diversión de todos. El muchachito no se enojaba, y a veces también se
reía con quienes se burlaban de él. El momento más divertido de la noche era
cuando uno de los clientes le decía al muchachito que eligiera entre dos
monedas. Una moneda era muy grande, pero era de un peso. La otra era pequeña,
pero de cinco pesos. El muchachito siempre dudaba un poco antes de elegir. Se
quedaba mirando fijamente las monedas, y en la cantina se hacía un gran
silencio. Y al final, después de pensarlo mucho, siempre terminaba llevándose
la moneda grande de un peso. Las carcajadas de los clientes resonaban en
la cantina, mientras los hombres felicitaban al muchachito y alguno le regalaba
otra moneda. El muchachito se iba entonces de la cantina, siempre sonriendo.
A uno de los clientes le
molestaban las burlas que le hacían al muchachito. Y un día se lo encontró
llegando a la cantina y decidió hablarle.
- ¿No te das cuenta que todo el mundo se burla cuando
te llevas la moneda que vale menos? La moneda más valiosa es la pequeña,
no la grande.
- Yo sé cuál es la moneda más valiosa -contestó el
muchachito-, yo no soy tonto. Pero el día que me lleve la de cinco pesos,
se terminará el juego. Que piensen que soy un tonto, y así me gano un peso
cada noche.
El hombre no dijo nada
más. Pero mientras el muchachito se alejaba, se quedó pensando. Pensó que en la
vida hay algunos que parecen tontos, pero la verdad es que son bien vivos. Y
hay otros, que se creen muy vivos, y son los verdaderos tontos.
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