Las albóndigas del coronel
Tradición nicaraguense1
Cuando y cuando que se me antoja he de escribir lo que me dé mi real gana; porque a mí nadie me manda, y es muy mía mi cabeza y muy mías mis manos. Y no lo digo porque se me quiera dar de atrevido por meterme a espigar en el fertilísimo campo del maestro Ricardo Palma; ni lo digo tampoco porque espere pullas del maestro Ricardo Contreras.2 Lo digo sólo porque soy seguidor de la Ciencia del buen Ricardo.3 Y el que quiera saber cuál es, busque el libro; que yo no he de irla enseñando así no más, después que me costó trabajillo el aprenderla. Todas estas advertencias se encierran en dos; conviene a saber: que por escribir tradiciones no se paga alcabala; y que el que quiera leerme que me lea; y el que no, no; pues yo no me he de disgustar con nadie porque tome mis escritos y envuelva en ellos un pedazo de salchichón. ¡Conque a Contreras, que me ha dicho hasta loco, no le guardo inquina! Vamos, pues, a que voy a comenzar la narración siguiente:
Allá por aquellos años, en que ya estaba para concluir el régimen
colonial, era gobernador de León el famoso coronel Arrechavala4,
cuyo nombre no hay vieja que no lo sepa, y cuyas riquezas son proverbiales; que
cuentan que tenía árboles de oro.
El coronel
Arrechavala era apreciado en la capitanía general de la muy noble y muy leal
ciudad de Santiago de los Caballeros de Guatemala.
Así es que
en estas tierras era un reicito sin corona. Aún pueden mis lectores conocer los
restos de sus posesiones pasando por la hacienda Los Arcos, cercana a León.
Todas las
mañanitas montaba el coronel uno de sus muchos caballos, que eran muy buenos, y
como la echaba de magnífico jinete daba una vuelta a la gran ciudad, luciendo
los escarceos de su cabalgadura.
El coronel
no tenía nada de campechano; al contrario, era hombre seco y duro; pero así y
todo tenía sus preferencias y distinguía con su confianza a algunas gentes de
la metrópoli.
Una de ellas
era doña María de..., viuda de un capitán español que había muerto en San
Miguel de la Frontera.
Pues, señor,
vamos a que todas las mañanitas a hora de paseo se acercaba a la casa de doña
María el coronel Arrechavala, y la buena señora le ofrecía dádivas, que, a
decir verdad, él recompensaba con largueza. Dijéralo, si no, la buena ración de
onzas españolas del tiempo de nuestro rey don Carlos IV que la viuda tenía
amontonaditas en el fondo de su baúl.
El coronel,
como dije, llegaba a la puerta, y de allí le daba su morralito doña María;
morralito repleto de bizcoletas, rosquillas y exquisitos bollos con bastante
yema de huevo. Y con todo lo cual se iba el coronel a tomar su chocolate. Ahora
va lo bueno de la tradición.
Se chupaba
los dedos el coronel cuando comía albóndigas, y, a las vegadas, la buena doña
María le hacía sus platos del consabido manjar, cosa que él le agradecía con
alma, vida y estómago.
Y vaya que
por cada plato de albóndigas una saya de buriel, unas ajorcas de fino taraceo,
una sortija, o un rollito de relumbrantes peluconas, con lo cual ella era para
él afable y contentadiza.
He pecado al
olvidarme de decir que doña María era una de esas viuditas de linda cara y de
decir ¡Rey Dios! Sin embargo, aunque digo esto, no diré que el coronel
anduviese en trapicheos con ella. Hecha esta salvedad, prosigo mi narración,
que nada tiene de amorosa aunque tiene mucho de culinaria.
Una mañana
llegó el coronel a la casa de la viudita.
—Buenos días
le dé Dios, mi doña María.
—¡El señor
coronel! Dios lo trae. Aquí tiene unos marquesotes que se deshacen en la boca;
y para el almuerzo le mandaré... ¿qué le parece?
—¿Qué, mi
doña María?
—Albóndigas
de excelente picadillo, con tomate y chile y buen caldo, señor coronel.
—¡Bravísimo!
—dijo riendo el rico militar—. No deje usted de remitírmelas a la hora del
almuerzo.
Amarró el
morralito de marquesotes en el pretal de la silla, se despidió de la viuda, dio
un espolonazo a su caballería y ésta tomó el camino de la casa con el
zangoloteo de un rápido pasitrote.
Doña María
buscó la mejor de sus soperas, la rellenó de albóndigas en caldillo y la cubrió
con la más limpia de sus servilletas, enviando en seguida a un muchacho, hijo
suyo, de edad de diez años, con el regalo, a la morada del coronel Arrechavala.
Al día
siguiente, el trap trap del caballo del coronel se oía en la calle en que vivía
doña María, y ésta con cara de risa asomada a la puerta en espera de su
regalado visitador.
Llegóse él
cerca y así le dijo con un airecillo de seriedad rayano de la burla:
—Mi señora
doña María: para en otra, no se olvide de poner las albóndigas en el caldo.
La señora,
sin entender ni gota, se puso en jarras y le respondió:
—Vamos a
ver, ¿por qué me dice usted eso y me habla con ese modo y me mira con tanta
sorna?
El coronel
le contó el caso; éste era que cuando iba con tamaño apetito a regodearse
comiéndose las albóndigas, se encontró con que en la sopera ¡sólo había caldo!
—¡Blas! Ve
que malhaya el al...
—Cálmese
usted —le dijo Arrechavala—; no es para tanto.
Blas, el
hijo de la viuda, apareció todo cariacontecido y gimoteando, con el dedo en la
boca y rozándose al andar despaciosamente contra la pared.
—Ven acá —le
dijo la madre—. Dice el señor coronel que ayer llevaste sólo el caldo en la
sopera de las albóndigas. ¿Es cierto?
El coronel
contenía la risa al ver la aflicción del rapazuelo.
—Es —dijo
éste— que... que... en el camino un hombre... que se me cayó la sopera en la
calle... y entonces... me puse a recoger lo que sé había caído... y no llevé
las albóndigas porque solamente pude recoger el caldo...
—Ah, tunante
—rugió doña María—, ya verás la paliza que te voy a dar...
El coronel,
echando todo su buen humor fuera, se puso a reír de manera tan desacompasada
que por poco revienta.
—No le pegue
usted, mi doña María —dijo—. Esto merece premio.
Y al decir
así se sacaba una amarilla y se la tiraba al perillán.
—Hágame
usted albóndigas para mañana, y no sacuda usted los lomos del pobre Blas.
El generoso
militar tomó la calle, y fuese, y tuvo para reír por mucho tiempo. Tanto, que
poco antes de morir refería el cuento entre carcajada y carcajada.
Y a fe que
desde entonces se hicieron famosas las albóndigas del coronel Arrechavala.
1 Darío
no oculta la influencia de las Tradiciones de Ricardo Palma
(1833-1919); la declara en las primeras líneas de su Tradición
nicaragüense. En 1885 la Biblioteca Nacional de Managua, donde Rubén tenía
un empleo, recibió en canje algunas obras de don Ricardo; entre ellas, seguramente
la segunda edición de las Tradiciones peruanas (1883), que
alcanzaba hasta la sexta serie.
2 Ricardo
Contreras, profesor mexicano de gran información literaria, fue el primer
crítico de la poesía de Darío. El Diario Nicaragüense de
Granada, 16 y 22 de octubre de 1884, nums. 85 y 90, respectivamente, publicó su
comentario a la ley escrita, en la que Contreras, no obstante echarle en cara
incorrecciones gramaticales, le hacía magníficos augurios Darío contestó con
una extensísima Epístola en tercetos, publicada en el mismo diario, 29 de
octubre de 1884, núm. 96, con que luego el poeta encabezó sus "Primeras
notas" [Epístola y poemas], Managua, 1888.
3 En
la Biblioteca Nacional de Managua, Darío debió conocer el Poor
Richard's Almanac (1733-1758) de Benjamín Franklin (1706-1790) en
traducciones españolas como la Ciencia del buen Ricardo, Madrid,
1844: Caracas, 1858, y Guayaquil, 1879.
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